En busca del silencio

En vía de extinción, el silencio es ya una rareza que pocos ambientalistas han volteado a mirar. En puntas de pie, la autora de este texto acompaña a Gordon Hempton en su fantástica tarea de hallar los espacios que aún sobreviven a la imparable expansión de los sonidos humanos.

POR Kathleen Dean Moore

Enero 27 2021

Gordon Hempton capturando el silencio en el parque natural Olympic en 1990 • © Matthew Mcvay | Corbis

 

La lluvia golpea contra la puerta del baúl de mi camioneta, que abrí para cubrirme del peor momento de la tormenta. El agua escurre de los abetos hacia la hierba. Las gotas saltan entre los troncos de los arces, salpicando la zarza naranja y la acedera silvestre. Me encojo bajo mi impermeable, me echo el morral al hombro y arranco a saltar entre los charcos del aparcadero. La lluvia campanea en los automóviles, retumba en mi capucha, me golpea los hombros y tamborea en la bolsa plástica que cubre mi morral. Contra todo instinto, voy a acampar en este ventarrón del Pacífico Norte que hace castañetear los dientes. Voy en busca del silencio.

No es fácil encontrar silencio en el mundo moderno. Si la definición de un lugar tranquilo es aquel en el cual, durante quince minutos en horas del día, uno no oiga sonidos creados por el hombre, entonces ya no quedan lugares tranquilos en toda Europa. Tampoco existen ya en ningún punto al oriente del río Mississippi. ¿Y en el oeste americano? Unos doce quizás. Uno de ellos es el bosque tropical templado a orillas del río Hoh en el parque natural Olympic.

Al inicio del camino que bordea el río, donde la senda desaparece bajo la sombra de los cedros rojos y los pinos oregones se cubren de liquen, me encuentro con Gordon Hempton. Está calmado y seco bajo su paraguas, y se le ve cómodo en ropas de lana y algodón, materiales escogidos por su silencio. Es un cincuentón bronceado y ágil, y su misión es grabar los sonidos naturales del mundo antes de que se ahoguen en medio del ruido humano. Durante años ha buscado los lugares donde todavía puedan oírse claramente una cascada de agua o el canto de un abadejo. Este fin de semana me lleva a uno de los pocos parajes silenciosos que quedan en Estados Unidos.

Gordon me guía hacia el bosque tupido, donde la lluvia y el viento son silenciados por el musgo. Aun así, de camino a ese lugar callado, los sonidos naturales son ensordecedores. “En un bosque tropical como éste”, dice acercándose a mi oído, “una gota de lluvia puede golpear veinte veces antes de caer al suelo, y cada impacto –contra una rama de cedro, contra una hoja de arce– produce su propio sonido”. Se acuclilla al lado de un arroyito que corre entre unos helechos y me pregunta: “Estás oyendo los tonos agudos, ¿pero puedes oír los subtonos bajos también?”. Me arrodillo sobre el musgo a su lado y las rodillas de mi ropa térmica se empapan.

Nunca había escuchado el agua de esta manera, con tanta atención a su música. “Tú puedes cambiar el tono de un arroyo solamente moviendo una piedra”, dice Gordon. Levanto un guijarro y lo saco del agua. El acorde se vuelve un zumbido nuevo. “Una corriente de agua se afina cada cierto tiempo, haciendo rodar las rocas a los puntos correctos”. Un canal de agua que corre por el barro en una loma que ha sido talada es solo ruido, pero una vieja corriente entre el musgo suena como una fuga. Una vez, me cuenta, escuchó el viento en el valle del Hoh arrancando las hojas secas de los arces: “Sonaba como un gran aplauso”.

El amor que siente por sonidos como ése ha llevado a Gordon a iniciar una campaña para proteger el silencio en los parques naturales. Aunque el silencio y el paisaje son considerados recursos naturales en la documentación de los parques, y aunque los guardabosques tienen el encargo de proteger esos recursos naturales, hasta ahora ningún parque ha establecido un plan para conservar su silencio. Así que Gordon decidió asumir esa responsabilidad.

Su proyecto se llama “Una pulgada cuadrada de silencio”. Siguiendo direcciones, andando el país entero, buscó un espacio de una pulgada cuadrada donde pudiera escuchar durante quince minutos y no oír un solo sonido humano. En el parque Olympic, donde el 95 por ciento del terreno es inhabitado, encontró “la más amplia diversidad de paisajes sonoros y los más largos períodos de quietud natural en todo el sistema nacional de parques”.

El Día de la Tierra de 2005 Gordon marcó el lugar con una pequeña piedra roja y juró dedicarse a defender este espacio silencioso. Él espera que su esfuerzo inspire la designación de otras pulgadas cuadradas en otros parques naturales. “Piensa en la posibilidad de encontrar un lugar, en cualquier parque que puedas visitar, donde no oigas motores ni aviones volando por encima, ninguna máquina, ningún ruido humano. ¿No sería hermoso?”.

La idea es poderosa. El sonido viaja. Entonces, si se protege tan solo el sonido de una pulgada, Gordon calcula que en realidad estaría protegiendo el paisaje sonoro de aproximadamente dos mil kilómetros cuadrados alrededor. Es un primer paso enfilado hacia su meta de prevenir la extinción del silencio.

 

Partiendo del punto cero hacia la Pulgada del Silencio, cruzamos una ciénaga que bordea el río Hoh. Después de varios días de lluvia el río está crecido. El agua gris ruge sobre un lecho de raíces que ha arrancado, aprisiona troncos contra la orilla, socava la ribera, arrastra rocas río abajo. Gordon saca un aparato para medir los niveles sonoros que parece un radio portátil.

“Sesenta y tres decibeles”. El río tiene el mismo nivel sonoro que las olas del océano en un día de lluvia. Es la décima parte del volumen de ruido que se oye afuera de la biblioteca pública de Seattle.

Las ciudades nos sumergen en su ruido. Los buses muelen sus engranajes, las motocicletas roncan, los altavoces azotan, miles de motores hacen combustión, los camiones pitan y los predicadores callejeros claman la condenación de todo esto. ¿Qué efecto tiene sobre el oído humano, que evolucionó para convertirse en un sistema de alerta? A la luz del día, son nuestros ojos los que nos advierten sobre posibles peligros que vengan de frente. Pero los oídos nos alertan sobre oportunidades y peligros las 24 horas del día, desde cualquier dirección, incluso a través de una vegetación densa o de la oscuridad total.

Cuando los predadores están al acecho, los pájaros y las ranas, incluso los insectos, hacen silencio. Por eso no es extraño que a los seres humanos nos gusten los lugares en que las aves se sienten seguras para cantar. No es extraño que sonriamos ante un coro de sapos en la noche. Pero en las ciudades cacofónicas vivimos ansiosos, siempre vacilamos, de la misma manera que un ciervo tiembla cuando se detiene a beber agua de un río ruidoso. Hay estudios que muestran que las personas asaltadas continuamente por los altos volúmenes del tráfico pueden llegar a suprimir sus sistemas inmunológicos e incrementar su riesgo de tensión alta y ataques cardíacos. Según Gordon, una ciudad será agradable para los seres humanos únicamente cuando podamos oír las suelas de nuestros zapatos tocar el cemento, o cuando podamos hablar entre nosotros sin alzar la voz.

Sé bien a qué se refiere. Todavía estoy perturbada por el ruido de la autopista I-5 que atraviesa Portland. Cuando los camiones pasaban rugiendo a mi lado me salpicaban agua al panorámico produciendo un golpe tan fuerte que ahogaba el sonido de las llantas, el parabrisas y, en mi reproductor de cedés, el bajo de Pink Floyd.

 

Pero lo más preocupante no es el ruido en las ciudades, sino la extinción del silencio en los lugares silvestres. Descorazona la manera como los sonidos humanos son capaces de apagar la banda sonora de la naturaleza. In-cluso los parques naturales no son capaces siempre de proteger la música de un viento matinal soplando a través de los pinos, el eco de un pájaro carpintero golpeando con el pico un tronco hueco, el acorde del oleaje a lo lejos. El amanecer en un parque natural comienza usualmente con el ruido aleatorio del tráfico automotor y se va engrosando con los sonidos de plantas eléctricas que se activan, jets que comienzan a sobrevolar, helicópteros que pasan vigilando y alguna ronda infantil que resuena en los parlantes del campamento de verano aledaño.

El ruido humano también afecta a los animales, cuyo comportamiento obra en armonía con cantos y otras señales audibles que usan para cazar, escapar, marcar territorios y aparearse. Los científicos ya han documentado los efectos nocivos de los aviones sobre las águilas calvas, de los radares submarinos sobre los delfines y de los jeeps sobre los canguros que necesitan estar atentos para escapar de serpientes venenosas. Así como tienen nichos ecológicos, los animales también necesitan nichos auditivos, definidos por el paisaje sonoro que habitan. La embestida del ruido destruye su hábitat sonoro. Los cantos de los pájaros se pierden en las autopistas, que actúan como ringleras de tonos bajos a alto volumen, llegando hasta los bosques y praderas, reduciendo el ecosistema para las aves. Y, a veces, eliminando una especie por completo.

Y también es una pérdida para los seres humanos. Del mismo modo en que las luces artificiales opacan las estrellas, nuestros motores opacan a las aves, y nuestra experiencia de la belleza en la tierra se ve drásticamente empobrecida.

 

Cuando llegamos al punto 1,4 nos salimos del camino en busca de un lugar para acampar. Pero la hondonada en que podríamos armar las carpas está convertida en un barrizal. Seguimos la caminata, pisamos charcos, cruzamos un pantano de hierba fétida, saltamos unos riachuelos delgados como un hilo, pasamos por debajo de las ramas de unos cedros tan altos que sus copas se pierden en la niebla. Me alegra haber traído mis botas de caucho, porque el camino de repente se vuelve un río y los escalones de roca son como cataratas en miniatura. De vez en cuando nos paramos a escuchar, acercando nuestros oídos a un tocón en descomposición, a unos arbustos enanos que parecen una alfombra verde, o a un tronco caído en cuyo corte transversal se ven más de trescientos aros. Gordon se detiene frente a un árbol enorme y escucha atentamente: “¿Oyes cómo el sonido del río resuena en este tronco?”, pregunta. “Ésta es una pícea, un árbol cuya madera se usa para fabricar los mejores violines”.

Lo intento, pero todo lo que oigo es el ruido de mi mente: lo que olvidé hacer, lo que no debí decir, cuánto falta para volver a estar seca... además de un ruido gris, la estática de mis propios oídos. Gordon es comprensivo. Sabe por experiencia que solo cuando la gente está lo suficientemente limpia de ese “gemido químico” de cafeína, aspirina y alcohol, y del ruido mismo del automóvil que los trae hasta este paraje, solo entonces los oídos se silencian, y después la mente.

Hempton graba, con su particular micrófono, los sonidos de Rialto Beach • © Matthew Mcvay | Corbis

 

“El silencio es como arena que limpia”, me dice. “Cuando estás calmado, el silencio vuela hacia tu mente y empieza a borrar todo lo que no es importante”. Lo que queda entonces es lo que es real: conciencia en estado puro, y también las preguntas más profundas.

Años atrás Gordon era un estudiante de botánica en Winsconsin. Una vez iba en su automóvil regresando de la Costa Oeste, cayó la noche y decidió parar a dormir en un campo de maíz en Iowa. Acostado en la tierra, escuchó a los grillos haciendo crujidos como de violín, y a los tallos de maíz rascándose contra sus hojas. Oyó un trueno retumbar. Los grillos y el maíz se callaron. Cayó la lluvia. Empezó a escuchar cómo las gotas de agua penetraban el suelo y cómo el granizo sacudía los tallos. Más tarde el trueno volvió a sonar, solo que más lejos, y los grillos volvieron a cantar.

¿Cómo era posible que antes él no hubiera oído, realmente oído, los sonidos de la tierra? Desde esa noche en adelante sintió que no quería hacer nada más que escuchar. ¿Cómo debía vivir su vida? “Lo que viniera para mí”, me contó, “tenía que estar a la altura de la honestidad de aquella noche”.

Gordon suspendió sus estudios y empezó a trabajar como mensajero en Seattle. Todo lo que ganaba era para comprar micrófonos y grabadoras con los que entrenaba su oído. Ahora viaja por el mundo grabando sonidos con un micrófono especial que tiene las características acústicas de la cabeza humana. De esas grabaciones produce discos: los sonidos puros del mundo natural, sin el adorno de música humana ni interrupciones de voces humanas. Él es el famoso Sound Tracker, el cazasonidos cuyas grabaciones captaron la atención del compositor John Cage, le merecieron un premio Emmy y lo han llevado a grabar bandas sonoras para documentales, películas y juegos de video.

Su disco más famoso es Dawn Chorus: el coro del amanecer. A medida que el alba borra la tiniebla con su luz, los pájaros empiezan a cantar, los insectos repiquetean, la nieve se derrite y gotea sobre la roca, un viento leve se levanta y el planeta entero entona un canto. A los oídos de Gordon, se trata de una canción de asombro y gratitud.

Pero bajo los escandalosos motores de la ambición humana, el asombro y la gratitud pueden desaparecer en un futuro. Cuando los humanos apagamos las voces más tenues, cuando silenciamos a la naturaleza, la estamos subordinando a nuestro presunto poder. Cualquiera que haya sentido la opresión de un salón, o de una relación donde solo algunos son libres de opinar, entiende lo que significa silenciarse, no tener voz y a cambio estar obligado a poner atención. El ruido humano es otra expresión enardecida de la presunta soberanía del mundo moderno sobre el mundo natural.

¿Y el silencio? El silencio crea una actitud abierta, una ausencia del yo que le permite al mundo entero entrar en nuestra conciencia. Nos pone en contacto con lo que está más allá de nosotros, la belleza y el misterio. El silencio no es la ausencia de sonido, sino una actitud de vida: un estado de atención intencional que permite que nuestros oídos, y todo nuestro cuerpo, se conviertan en una caja de resonancia para las vibraciones del mundo.

Cuando el viento juega entre las hojas de los arces somos nosotros quienes más nos conmovemos. Nadie sabe por qué los sonidos naturales le hablan de una manera tan directa al espíritu humano, pero es posible imaginar lo que nos están diciendo: que no estamos separados del mundo y por lo tanto no somos dominantes ni diferentes. Como la piedra, como el agua, como los pájaros, llevamos con nosotros el murmullo de la tierra. Somos materia en movimiento, todos juntos, lanzando nuestras armonías a un cielo negro de estrellas titilantes.

 

Al llegar al punto 2,3 dejamos los morrales en el suelo y comenzamos a armar las carpas. A la sombra de un pino oregón cuyo tronco tiene tres metros de diámetro, la lluvia parece haber cesado. No estamos lejos de la Pulgada del Silencio. Mientras ajusto las cuerdas de la lona Gordon me habla de sus esfuerzos para defender la tranquilidad de ese lugar.

Cada mes Gordon se sienta al lado de la piedra roja, y escucha. Si llega a oír un sonido de origen humano, documenta su volumen, localiza la fuente y elabora una queja oficial. El 16 de abril de 2006 una aeronave identificada luego como el Boeing B767 de número N582HA, perteneciente a Hawaiian Airlines, volando a una altura de 36 mil pies, produjo un impacto audible de 44 decibeles en la Pulgada del Silencio. La aerolínea le envió una carta donde le explicaba que el vuelo ofensivo era solo un sobrevuelo de prueba, y prometía evitar esa área en el futuro.

Alaska Airlines no ha sido tan comprensiva. Cada día 37 vuelos pasan por encima del parque natural Olympic, arrojando conos de ruido en dirección al bosque. “Es físicamente imposible para un jet volar tan alto que sus motores no se oigan en la tierra”, me explica Gordon, pero ése no es el punto. El punto es que al pasar por Olympic estos vuelos todavía están ganando altura, entonces los propulsores rugen justo encima de los picos de dos mil metros que hay en el corazón del parque.

La aerolínea ha acordado “implementar una política” que aliente a los pilotos a evitar el parque en operaciones aéreas no rutinarias, como mantenimiento y vuelos de prueba. Pero no cambiará las rutas de los vuelos comerciales. “Cualquier desviación de las rutas preferidas por la Aviación Federal incrementaría los retrasos”, le escribieron a Gordon, “causando de paso mayores emisiones de combustible”. La aerolínea no explica por qué. Los aviones de pasajeros de Alaska Airlines continúan arrojando su ruido sobre los montes nevados y los bosques profundos de la península.

A pesar de esto, Gordon percibe cierto progreso en la administración del paisaje sonoro. La Aviación Federal ya ha cambiado algunas rutas del Aeropuerto Internacional de Denver para evitar molestar a las águilas calvas. En agosto de 2007, en respuesta a una demanda jurídica, una corte federal le prohibió a la marina desarrollar ejercicios de radar en las costas de California sin prevenir daños a las ballenas y otros mamíferos marinos. Aunque la Corte Suprema dio reversa a la decisión el pasado mes de noviembre, alegando razones de seguridad nacional, el caso ayudó a generar mayor conciencia sobre los impactos que tiene la polución sonora sobre la ecología.

¿Y el parque Olympic? La encargada de prensa Barbara Maynes cree que la administración del parque ha estado sintonizada por muchos años con las intenciones de Gordon Hempton, aun cuando no trabajan juntos. “La protección del paisaje sonoro es parte de todo lo que hacemos”, declara Maynes. Señala también que mientras Gordon está protegiendo una pulgada cuadrada de silencio, el parque tiene a su cargo cinco billones de pulgadas cuadradas, y la protección de una serie de valores que a veces entran en conflicto. El parque le da la bienvenida a los visitantes que quieren experimentar la Pulgada del Silencio, aunque Maynes expresa su preocupación por un “posible daño a los recursos naturales” causado por la concentración de la atención en un solo punto. No obstante, afirma que están comprometidos a esforzarse al máximo para que haya el menor impacto posible en los sonidos de la naturaleza.

Parece que Gordon ha hecho fluir un anhelo de quietud y un interés por el bien común de los sonidos naturales. La Noise Pollution Clearinghouse (una organización sin ánimo de lucro que quiere crear conciencia sobre la polución del ruido y conseguir recursos para combatirla) cita a cientos de organizaciones que buscan prevenir el daño causado por el ruido, desde la Coalición por el Derecho a la Calma en Alaska hasta la Organización Mundial de la Salud. Ellos argumentan que el aire es un bien público que compartimos y que debemos cuidar. Igual que sucede con el humo o los altos niveles de mercurio, el ruido maltrata la salud y el bienestar de muchos para beneficiar a unos pocos.

 

Llegamos al punto 3,2 y Gordon se desvía a la izquierda. Pasa a través de un arco formado por las raíces curvas de un gran cedro. Desde ahí seguimos unas huellas de alce que se internan en el bosque. Nos aproximamos a la Pulgada del Silencio, y Gordon me dice que solo me pide una cosa. Silencio. Continuamos caminando. No mucho, unos 70 metros; pasamos un pantano pando, unas lomas tupidas. Hay un tronco que me llega a la altura del hombro, caído hace tanto que ya tiene un abrigo de musgo y le nacieron unos retoños de abeto encima. Aquí, a 47,51 grados norte y 123,52 grados oeste, hay una piedra roja de forma cuadrada.

¿Cómo describir la belleza de este lugar? Es un campo abierto como la nave de una catedral, con el suelo tapizado de musgo y helechos. Hay arbustos de arándanos que se nutren del abono rosado de sus propias hojas caídas. Las columnas de árboles se elevan a alturas imposibles, cerrándose en una especie de cúpula verde. Todo brilla con la llovizna. Incluso el aire chispea, como si fuera champaña.

Oigo el seseo de un pajarito. Las gotas de agua hacen tic, tap, poc, dependiendo de la superficie en que caen. Una gota hace pop cuando golpea contra una hoja de arce. A lo lejos el río murmulla. El tiempo pasa y nadie lo mide. De pronto el aleteo de un águila calva, como un sonajero sacudido, llena el silencio. Sentado sobre sus talones por encima del musgo húmedo, Gordon sonríe pero no habla.

Cerca de él, casi escondido debajo de un tronco, hay un pequeño recipiente. Es el jarro de los pensamientos tranquilos. Gordon lo puso ahí como una invitación a que la gente registre sus respuestas al silencio. En el jarro hay varias hojas de papel dobladas. Muchos escribieron sobre el amor. Una pareja vino aquí a casarse, una persona vino a rezar, otro dice que encontró una conexión profunda con el canto de un tordo. Hay otros que escriben sobre la maravilla de oír las voces de la profunda quietud. Me doy cuenta de que la Pulgada del Silencio se ha vuelto una especie de lugar sagrado.

Un viento suave sacude un arbusto de arándanos. Un cuervo grazna en la copa de un aliso. Una hoja de abeto cae sobre mi hombro y yo me volteo asombrada. La oí aterrizar.

ACERCA DEL AUTOR


Kathleen Dean Moore

Es ensayista y profesora de filosofía de la Universidad Estatal de Oregon. Su último libro se titula The Pine Island Paradox.